Edison Lanza
ex Relator para la Libertad de Expresión de la CIDH
La pandemia del Covid-19 afectó a la salud y a la vida humana de manera extrema. Generó también impactos económicos y sociales, en particular un grave retroceso en los derechos de millones de personas que cayeron bajo la línea de la pobreza, en guarismos que la FAO ubica como un retroceso de 20 años. En paralelo a estos impactos, los Estados debieron adoptar medidas para restringir la circulación del virus que se enfocaron en restricciones a las libertades de circulación, expresión y asociación, las reuniones públicas y otros fundamentos centrales de la democracia.
Uruguay no ha estado ajeno a estas tensiones frente al derecho a la protesta, antes y durante la pandemia. Durante la aprobación de la Ley de Urgente Consideración (LUC) se propusieron diversas formas que podrían limitar algunas modalidades de la protesta como los denominados “piquetes” en calles y rutas; finalmente no prosperó el artículo original, pero se aprobó un artículo que faculta a la policía a disolver “reuniones o manifestaciones que perturben gravemente el orden público”.
Del mismo modo, cuando la pandemia recrudeció, el Poder Ejecutivo envió al Parlamento un proyecto de ley para limitar y suspender el derecho de reunión y otorgar a la policía la potestad de dispersar aglomeraciones sin orden judicial, que finalmente fue aprobado y estuvo en vigencia durante 90 días. En efecto, la Ley 19.932 facultó al Poder Ejecutivo y a los Gobiernos Departamentales en su jurisdicción a disponer el cese de concentraciones, aglomeraciones y circulación en espacios públicos y privados en contravención de las normas sanitarias.
Muchas de las medidas restrictivas de la protesta, adoptadas en la región antes y durante la pandemia, coincidieron con renovados ciclos de protestas en un momento especialmente conflictivo. En efecto, en los últimos dos años han tomado cuerpo movimientos ciudadanos y sociales que recurren a la protesta como vehículo contra la inequidad estructural, para darle visibilidad a demandas de distintos colectivos, y —en algunos contextos— incluso para ejercer la defensa de la democracia.
La protesta social es un elemento esencial para la existencia y consolidación de sociedades democráticas y se encuentra protegida por una constelación de derechos y libertades reconocidas en el derecho constitucional y en los instrumentos del sistema universal y el sistema interamericano de derechos humanos. Tanto la Declaración Americana de los Derechos y Obligaciones del Hombre como en la Convención Americana de Derechos Humanos reconocen los derechos a la libertad de expresión, reunión pacífica y asociación que en conjunto protegen diversas formas — individuales y colectivas— de protesta, que van desde las manifestaciones, las sentadas, marchas, cortes de vías de tránsito, las movilizaciones sindicales y otras formas que van mutando en distintos momentos históricos.
En este marco, este artículo describe la evolución de los estándares internacionales que protegen los derechos enmarcados en las diversas modalidades de protesta. Las medidas de excepción podrían ser legítimas bajo la Convención Americana para preservar la salud de la población en una situación excepcional, pero estas deben respetar una serie de condiciones para no constituir restricciones ilegítimas a las libertades fundamentales, en el marco de la sociedad democrática.
Por otra parte, la pandemia no hizo otra cosa que reafirmar una concepción arraigada en los Estados de la región que, lejos de entender a las manifestaciones y protestas como un ejercicio de derechos que debe encauzarse a través del diálogo, en general han privilegiado la represión, la dispersión y la limitación del espacio público.
Sin desconocer que en el contexto de protestas se han producido hechos de violencia aislados o que son protagonizados por individuos o grupos identificables, persiste en la región una concepción arraigada que considera a la protesta ciudadana como una forma de alteración del orden público o como una amenaza a la estabilidad del propio gobierno. Dicho de otro modo, cuando en el marco de una protesta legítima se produce algún episodio o disturbio, la función del Estado es identificar a los protagonistas, pero no intentar presentar a todo el movimiento detrás de la protesta como violento, sedicioso o descalificaciones por el estilo.
Dado la importancia que esta forma de participación ha adquirido en los últimos años, la sociedad civil y los organismos internacionales de protección de derechos humanos le han prestado especial atención, con el objetivo de contribuir al mejor entendimiento de las obligaciones estatales dirigidas a garantizar, proteger y facilitar las protestas y manifestaciones públicas, así como a profundizar el accionar de los cuerpos de seguridad que deben actuar frente a hechos de violencia no compatibles con la protesta.
En el caso del Sistema Interamericano, la cuestión fue abordada a través de sus órganos principales —la Comisión y la Corte Interamericana— y de su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión. Entre varias decisiones se destaca el reciente informe de la CIDH sobre Protesta y Derechos Humanos. Asimismo, una creciente cantidad de casos resueltos por la Corte Interamericana han venido profundizando la jurisprudencia sobre estos temas.
De acuerdo a los estándares internacionales sobre asamblea y reunión pacífica, el diálogo es la primera obligación que deben atender los Estados ante un ciclo de protestas. Por el contrario, la prohibición, el bloqueo o la dispersión de las manifestaciones o el uso de la fuerza indiscriminado no son compatibles con los derechos involucrados. En especial en el marco de protestas, el uso de la fuerza es el último recurso y debe estar guiado por el uso progresivo y adecuado de elementos disuasivos no letales.
El sistema interamericano reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas, pero también admite que, debido a sus circunstancias, las protestas generan alguna clase de disrupción y afectan el normal desarrollo de otras actividades en la sociedad. En ese sentido hay modalidades de protesta que pueden afectar el normal funcionamiento de actividades, aunque por ello no se convierten en ilegítimas ni se autoriza su represión indiscriminada.
El conflicto que encierra una protesta suele agravarse cuando las autoridades, en lugar de acudir al diálogo para canalizar los reclamos, eligen la vía de la represión violenta, la criminalización, y se involucra a las fuerzas policiales o, lo que es más grave, a los cuerpos militares, algo vedado por los instrumentos internacionales.
La protesta debe ponderarse en razón de la función que cumple en la sociedad democrática al canalizar y amplificar las demandas, aspiraciones y reclamos de grupos de la población, en especial aquellos que por su situación de exclusión, subordinación o vulnerabilidad no acceden a las vías institucionales tradicionales, ni logran expresar sus demandas en los medios de comunicación.
En ese sentido, los manifestantes tienen la libertad de elegir la modalidad, forma, lugar y mensaje para llevar a cabo la protesta pacífica, y los agentes estatales deben estar preparados para actuar bajo la legalidad y los principios de necesidad y proporcionalidad indicados por el derecho internacional para establecer restricciones a manifestaciones y protestas. Por otra parte, las altas autoridades tienen el deber de expresarse con especial cuidado en momentos de conflictividad social y no estigmatizar o señalar a quienes ejercen la protesta.
Por otro lado, cuando me desempeñé como Relator para la Libertad de Expresión de la CIDH subrayé en distintas oportunidades la importancia creciente que tiene Internet para organizar y llevar adelante diversas formas de protestas, así como el rol de periodistas y medios de comunicación de hacer escuchar los reclamos de los actores de la protesta y transparentar la actuación de los agentes del Estado. Sin duda, restringir el acceso a Internet o bloquear sitios vinculados con una protesta, también es una forma de socavar los derechos involucrados en una manifestación o protesta.
En un panorama político y social polarizado, estos estándares junto a los aportes sustantivos del sistema universal —a través de los informes del Relator sobre el Derecho de Asamblea Pacífica y el de Libertad de Opinión y Expresión de Naciones Unidas— constituyen una guía para los legisladores que están llamados a discutir marcos legales adecuados, así como para los operadores judiciales que deben resolver aspectos vinculados con la protesta. Del mismo modo, es una referencia indispensable para los cuerpos de seguridad que tienen la obligación de proteger y gestionar el desarrollo de manifestaciones y protestas.